CAFÉ Y AURORAS BOREALES

¡Queridos Readers!

Como os expliqué en la entrada anterior, solo actualizaré de vez en cuando con relatos creados a partir de fotografías. ¡Este es el primero de ellos!

Dado que aquella antología que intenté crear tuvo escasa (por no decir casi nula) participación, solo mis súpernenas aportaron, he decidido ir colgando cuando pueda los relatos que creé para Aleteo de Palabras. ¡Espero que os gusten!

Este se titula: Café y Auroras Boreales.

Hay miradas de ojos negros que inspiran mucho. Y fotografías que se quedan grabadas en la retina. Mi fascinación por las auroras boreales ha hecho el resto. Algún día las divisaré. <3

Aida, espero que te guste tu alter ego :p ¿Nos vamos a la Laponia Finlandesa?

¡Contadme qué os parece! Si os quedáis con ganas de saber más es que he hecho las cosas bien xD





CAFÉ Y AURORAS BOREALES

Ella ya soñaba con las auroras boreales mucho antes de conocerle. Soñaba con esas luces del norte tan preciosas como paralizantes que escondían leyendas fascinantes en sus centelleos.

Fantaseaba con perderse en la maraña de sus propios pensamientos, rodeada de nieve y estepa, mientras sus pies dudosos de nuevos pasos se sumergían en el agua congelada hasta la altura de las rodillas. 

No tenía miedo a caerse de bruces. No tenía pánico a sentirse perdida sin saber hacia dónde caminar porque la había sucedido demasiadas veces. Tan solo buscaba respuestas de futuro que quizá entonces encontraría entre la inmensidad de la galaxia.

Alma desfragmentada. Noes. Sueños rotos. Paso inquebrantable del tiempo. Dudas. Suspiros. Desaires. Despedidas.

Siempre se vio a sí misma viajando sola en busca de las auroras. 

Sola. En silencio. Tumbada sobre la nieve expectante por las luces de colores que nunca se sabe cuándo llegarán ni cuándo se desvanecerán, ni el color que contendrán, ni las formas que danzarán sus relampagueos. 

Sola, ensimismada, y aguardando a que la mostrasen sus posibilidades, que la ayudasen a resurgir de sus cenizas y sentir cicatrizado el corazón, mientras sus ojos verdes divisaban el firmamento para captar las señales.

Sin embargo, nunca pensó que cumpliría su sueño estando acompañada. 

Nunca creyó encontrárselo a él: Vahan. En ese momento de su vida en el que había dejado de buscar, de ansiar y desear nada.

Se cruzó en su camino, de bruces, en mitad de la rutina, cuando su día a día solo parpadeaba entre grises y ya se había cansado de implorar por nuevos colores. Parecía que iba a ser un día más, como otro cualquiera, cuando sus ojos verdes chocaron con la oscuridad de su mirada. Una mirada que lo cambió todo.

Nunca pensó que un día rozaría, con las yemas de sus dedos, las estrellas de la noche y se balancearía entre su fulgor como el vaivén ligero de los rayos magnéticos de las auroras boreales sintiéndose tan afortunada.

Nunca imaginó que le conocería y que se sentiría protegida entre sus brazos fuertes, sabiéndose más completa al tenerlo cerca. 

Nunca creyó que ardería con la saliva de su boca a tan solo un contacto de sus labios. Mientras el oxígeno, el nitrógeno y el helio danzaban arrullados por los vientos solares a su alrededor.
Nunca soñó que la luz del norte más bonita la vería manifestada en sus ojos negros. 

En esos ojos del mismo color que la noche, donde el reflejo de las luces incandescentes regalaba un mundo de infinitas oportunidades. Esas pupilas que la mostraban la mujer risueña y soñadora en la que se convertía cuando él la miraba de frente. 

De madrugada, entre el sabor amargo de un litro de café bien caliente, con un vaso de un termo metalizado calentando sus dedos, entre risas tontas pero sinceras y besos robados que por unos minutos se volvieron eternos. Rodeada por sus brazos, sintiéndose en casa a pesar de estar a miles de kilómetros, con su aliento ardiente erizando la piel de su nuca, con sus sonrisas tímidas y sus miradas de reojo haciéndola sentir distinta.

Nunca esperó que en el silencio de la noche podría escuchar el crujir de las auroras mezclado con los latidos de su corazón desacelerado, que el centelleo de sus irises verdes sería más potente que la energía de todos los átomos de las luces polares del planeta palpitando a la vez.

Nunca sospechó que se perdería, minuto a minuto, entre susurros de leyendas finlandesas que hablaban sobre las “revontulet”. Sobre esos zorros árticos que corren por el lejano norte rozando con su cola las montañas nevadas produciendo chispas de colores inimaginables. Nunca sospechó que sentiría a su sangre repiquetear en paz después de tanto añorar mientras las manos de él, enfundadas en guantes, entrelazaban las suyas para señalarla el firmamento y poner nombre a los luceros.

Jamás había escuchado hablar de las viejas creencias de Groenlandia. A cerca de las almas de los muertos que viajaban hacia el cielo portando antorchas cuya luminiscencia fulguraba en los hielos eternos; y conocerlas gracias a su voz profunda fue el mejor regalo que la vida podía hacerle. Espiritualidad. Misticismo. Mitología. Había tantas cosas dentro de él, que a simple vista no había intuido cuando se conocieron, que aún seguía atontada por el descubrimiento. Tenía tanto por conocer…

La vida estaba llena de sorpresas y a veces esas sorpresas eran algo bonito que atesorar. Nunca creyó aprender tantas cosas en tan poco tiempo, ni sentirse tan afín a alguien que al conocerlo le pareció tan diferente a ella. 

Pero ahí estaba él, sentado a su lado sobre la nieve de la Laponia Finlandesa, con su mano entrelazando los dedos de la suya, respirando al mismo compás. Sonriendo sin parar, con mil promesas gritando deseosas de salir tras sus ojos. Sorprendiéndola. Sin dejar de abrazarla ni un solo momento, sin dejar de rodearla con sus brazos y sus piernas para darla calor en aquella noche de temperaturas glaciales pero donde ya no existía escarcha en el corazón.

Porque en su mirada, a labios callados marcando el ritmo de una sonrisa tenue, encontró todos los horizontes de un mundo repleto de posibilidades, halló todo lo que el alma es capaz de pronunciar sin necesidad de una sola palabra. Mil promesas que sus ojos lanzaron en el instante preciso en el que su sonrisa nacía sin prisa para después desvanecerse en la eternidad de la noche. Un “encantado de conocerte”, “pelearé a tu lado”, “no me marcharé”. 

Los hilos rojos del destino habían querido juntarles, en el mismo lugar y al mismo tiempo, para que ambos cumplieran su sueño: admirar las tan ansiadas luces del norte. 

Se lo merecían…

Después de tantos errores, de fracasos y de despedidas, de lágrimas y decepciones. Los hilos habían decidido entrelazar sus caminos cuando pensaban que ya no encontrarían a esa persona especial por la que su corazón volviese a latir con ganas, habían tomado la decisión de unirles para que juntos se reconstruyeran. 

Saboreando un café infinito. Bajo un cielo totalmente estrellado y engalanado con luces verdes y púrpuras sangrantes. Entre caricias suaves de manos que agarran fuerte y protegen de cualquier mal, con mil palabras queriendo nacer de sus labios enmudecidos, con infinitas promesas silenciosas por descubrir beso a beso, mirada a mirada y latido a latido. 

Entre mordiscos, murmullos de un: “encantado de conocerte”, “pelearé a tu lado”, “no me marcharé”. Entre aleteos de pestañas y susurros de un: “gracias por existir”, “encantada de conocerte”, “pelearé a tu lado”, “no me marcharé”. Las luces del norte se esfumaron tal y como vinieron: en un leve parpadeo. 

Las estrellas siguieron centelleando, tan lejos en la inmensidad del cielo y a la vez tan cerca, iluminando la oscuridad absoluta que los rodeaba, dando brillo a la noche sobre la espesura blanca de la nieve.

Aquella madrugada estaban viviendo el primer sueño cumplido de muchos que quizá estarían por llegar.

Ella había deseado siempre un príncipe que no destiñera, alguien que supiera ver más allá de sus ojos verdes de pestañas espesas. Un hombre que la entendiera de verdad, que quisiera crecer con ella, y la vida le había regalado un guerrero. 

Vahan no tenía miedo a las batallas, se enfrentaba a ellas con ojos hambrientos, con fuerzas inquebrantables y la barbilla alzada. Su nombre significaba escudo y el miedo nunca le había paralizado, estaba acostumbrado a pelear por lo que quería hasta el último suspiro. Sus ganas de comerse el mundo le iban a hacer falta porque Aida era un alma salvaje incapaz de ser dominada.

El destino había hablado. Los hilos rojos habían entrelazado sus caminos. Y no importaría lo que sucediese después, las fibras carmesís  se pueden estirar o encoger, pero jamás romper.

~Rebeca Bañuelos~

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